Me volví loco en 1984, de repente. Recién cumplidos los 18 años, el mundo se me vino encima y, de un cabezazo, me hizo perder el conocimiento (literalmente; pero si quieres entenderlo, espérate a la peli).
Al despertar, supe que había muerto. Mis amigos seguían allí; pero ya no eran mis amigos. Enseguida entendí que todos los que me rodeaban eran demonios, y así me di cuenta de que estaba en el Infierno, en un infierno exclusivo para mí, que imitaba a la perfección el mundo al que ya no podría volver. Un infierno pensado y construido para mi castigo personal. La necesidad de averiguar su porqué fue luego parte de ese castigo.
En 1984 la así llamada reforma psiquiátrica aún no había llegado y yo, un absoluto desconocedor de este mundillo, tampoco la esperaba. Pronto tuve muy claro que si se sabía lo que me rondaba por la cabeza, mi destino era el manicomio, que en mi imaginación era… como un manicomio. Por eso no hablé de aquello con un psiquiatra hasta casi 7 años después, cuando en mi gran depresión me llevaron a rastras a ver a uno.
Al evitar a la psiquiatría, tuve que buscar información por mi cuenta. De aquella solo estaba la biblioteca y la enciclopedia familiar, en la que después de varios meses sin salir de casa encontré aquello de psicosis maniaco depresiva, que parecía ajustarse a lo que yo había vivido y vivía. Como no hubo psiquiatra, nadie me dijo que no debía ni podía estudiar, así que entre euforias, delirios y depresiones fui sacando los distintos cursos de mi carrera de ciencias de la información, que luego me ha permitido ejercer como profesional en medios de comunicación y ganarme la vida.
He dicho que me volví loco porque así lo viví. Por aquel entonces apenas había oído hablar de enfermedades mentales, y lo que había experimentado se ajustaba bastante a la locura de la que sí había oído hablar. Nada bien. Que después de aquel primer capítulo de mi delirio, mi primera lectura fuera la Divina Comedia, creyendo por su título que sería algo divertido, al final no fue tan mala idea. El infierno fue haciéndose más purgatorio, más realidad aumentada que pérdida de contacto con la de los demás. Aunque la primera parte fue muy jodida…
El infierno y la locura iban y venían, con formas diversas que unas veces llevaban al horror, la desesperación o la desesperanza, otras al éxtasis y el paraíso. Me considero, eso sí, un loco con mucha suerte, no solo por lo que la locura me ha permitido experimentar y porque hoy puedo ver la locura también desde fuera, sino sobre todo porque en mi vida he podido contar con unos cuantos recursos y apoyos que me han protegido, me han permitido dejar atrás mi diagnóstico y me han permitido la enfermomentalización que le acompaña:
El primer psiquiatra que me trató era psicoanalista. Jamás mencionó un diagnóstico para mí, se limitó a recetarme unos antidepresivos y a hablar conmigo de lo divino y de lo humano, de tú a tú, hasta que consideró que ya estaba saliendo de la depresión. Entonces me indicó que fuera bajando poco a poco los fármacos y dejamos de vernos; pero a partir de ahí conservé siempre el hábito de ir reduciendo los fármacos al salir de cada mala etapa.
En el año 96, abatido por no conseguir un empleo relacionado con mis estudios, me decidí a decir a mi médica de cabecera que tenía depresión y necesitaba un psiquiatra. Ella me dijo que me enviaría al mejor. En nuestra primera conversación el profesor supo quién me había tratado la primera vez. Él le conocía, y como también le dije muy convencido que era maniacodepresivo, lo anotó y así quedó la cosa, hasta que vi que ya no.
Cuando en el año 2010 participé en la Evaluación de derechos de los servicios de salud mental, promovida por la entonces consejería de salud y servicios sanitarios junto con la OMS, descubrí que tenía derechos. Y entre ellos también el concepto de alta médica, como fin del proceso asistencial. Supe también, por boca de los psiquiatras que participaban en nuestras reuniones, que aquel era un territorio vedado para diagnósticos como el mío. Quise averiguar por qué y con el tiempo entendí que se debía a la presunción de cronicidad asociada a estos procesos.
La primera vez que oí hablar de “conciencia de enfermedad” fue precisamente en una visita de la Evaluación. Al llegar a un centro que íbamos a visitar, me recibió un enfermero que me trató como si fuera un profesional, y al decirle que no, que yo era de los diagnosticados, me espetó: ¡Ah, bueno, pero tú tienes conciencia de enfermedad! Me quedé un poco parado, sin entender a qué se refería, y mi respuesta fue casi automática: “Pues no sé, yo creo que más bien tengo conciencia de salud”.
Cuando supe a qué se refería recordé mis primeros años en el asociacionismo, que fue precisamente en AFESA. Su entonces presidente, hoy en Madrid, me ofreció el privilegio de participar en un acto por la adherencia al tratamiento que promovía una empresa farmamentística, dado que según él yo era un estupendo ejemplo de sus beneficios. Con toda mi ingenuidad de entonces, traté de hacerle entender que no podía participar en algo así, explicándole que mi situación no se debía a ninguna adherencia mía, sino a que otros (mi santa madre sobre todo, mis 6 hermanos y también mi padre, los pocos amigos que seguían a mi lado…) se habían adaptado a mí, tanto cuando había decidido evitar todo tipo de drogas, como cuando se turnaban para acompañarme, convenciéndome con buenas palabras y hasta con lágrimas para que no saliera a la calle, sin que nunca se planteara que nadie pudiera privarme de mi libertad.
Pues bien, el caso es que en el año 2014, después de más de 10 años desde el último capítulo de mi autorrelato de realidad aumentada (al que llaman delirio), que había tenido una conclusión bastante aceptable; y puesto que me parecía un sinsentido seguir dependiendo de los servicios en base a esa presunción de cronicidad fruto de la sinrazón, me propuse solicitar ese documento de alta que “certificara el fin de mi proceso asistencial”. Tuve la suerte de que mi nuevo psiquiatra me conoció siendo ya presidente de Hierbabuena, y al poco supo de mi participación en la Evaluación, por lo que fue descubriendo mis derechos a medida que yo le hablaba de ellos. De este modo llegamos a tratarnos casi de igual a igual, y siempre fue muy respetuoso conmigo. Sin embargo, cuando me quejé de que mi diagnóstico ya no tenía sentido, me hizo saber que no creía posible darme el alta mientras siguiera tomando psicofármacos que él me prescribía, puesto que estos, y yo mismo, éramos responsabilidad suya; y me hizo ver que no había sido él quien me había puesto el diagnóstico. Así decidí que, puesto que era yo quien me lo había puesto, me lo tendría que quitar yo. Y puesto que no había otro remedio, tendría que dejar del todo los psicofármacos, cosa que hasta ese momento ni me había planteado. Afortunadamente, por entonces ya sabía de sobra lo que era el psimio (con “p”), el mono psicótico que asalta tu cerebro por efecto rebote cuando dejas los neurolépticos demasiado deprisa (de hecho luego he sabido, basado en la evidencia, que la conciencia de enfermedad de muchos compañeros está empedrada en psimios). Habiéndome informado sobre procedimientos adecuados para reducir y abandonar los fármacos psiquiátricos (sigo sin entender que este conocimiento no sea imprescindible para obtener la autorización para prescribirlos), me hice un plan de retirada bastante conservador, de 18 meses. Mi psiquiatra, aunque como digo no era partidario de lo que yo pretendía, sí accedió a que, si tras el fin de la retirada me mantenía otros 18 meses sin síntomas, se plantearía darme el alta. Así fue. Y hasta hoy.
20 años de locura, 25 de psicofármacos, 30 hasta el alta… Muchas vueltas y reflexiones, demasiadas preguntas, pocas respuestas...
En lo fundamental mi opinión, basada en mi experiencia, coincide en que el estigma es nuestro gran problema; aunque después de tantos años he tenido que ir un poco más allá, a la enfermomentalización como ideología de nuestro estigma, al cuerdismo que es su producto, que lo realimenta y que es la gran enfermedad mental de nuestros días. Enfermedad mental que, como tantas otras, es y solo puede ser colectiva, aunque luego se exprese en individuos, tan variados, y aunque nuestro modelo de atención basado en clasificar árboles, sea ciego al bosque y por ello incapaz de apagar ningún fuego.
Coincido también en que los protagonistas de la transformación en la mirada y el trato hacia el sufrimiento psicosocial somos, debemos ser, las personas que lo conocemos. El conocimiento colectivo y compartido en primera persona de los ‘Estudios locos’ (mad studies) a cargo de una red creciente de investigadores/activistas desde la experiencia propia; el auge de movimientos internacionales como el de usuarios y supervivientes de la psiquiatría, el mad pride/orgullo loco y la red de escucha de voces; la proliferación de GAMs y otras agrupaciones en muchos puntos del estado y la existencia estable y duradera en toda España de asociaciones en primera persona, de verdad; son ya cimientos que hacen imprescindible, en todo lo relacionado con la salud mental, nuestro equivalente a la perspectiva de género, la perspectiva de mente.
Muchas gracias!
* Texto leído en la jornada institucional del Principado de Asturias con motivo del 'día mundial de la salud mental', el 10 de octubre de 2022.